¿Inocente o culpable?
Gólem se vio metido en un pequeño lío con la justicia: él y su compañero de fechorías, el UPS, se dedicaban a pescar ilegalmente los fines de semana, y en una ocasión los guardabosques les pillaron. Fueron llamados a juicio, y el abogado del segundo se hizo cargo de todo el papeleo de su cliente, pero no así del de Gólem. De este modo tuve la oportunidad de conocer un poco más de cerca el tema de la ley y los juicios en este país.
El proceso judicial consta de dos partes, lo cual implica que los acusados tienen que presentarse en dos ocasiones distintas en los juzgados: una primera en la que simplemente se les indica un plazo para conseguir un abogado que estudie la situación, se les explica los procedimientos burocráticos a seguir, y se les da una segunda cita donde se realizará el juicio per se. Yo me perdí esa primera ocasión, pero no así la segunda, que es la que procedo a comentar.
No importa cual sea tu caso, ni a la hora que éste va a ser defendido, has de estar a las ocho de la mañana presente en los juzgados. El pueblo donde Gólem tenia que presentarse está a unas dos horas y media de Lafayette, y como no tiene coche ni carnet, me pidió que le acercase. Según el reloj despertador sonaba a las cinco de la mañana, lo único que podía pensar es: “¡Ojalá le metan en chirona!” Es broma, por supuesto, pero es que levantarme tan de madrugada nunca me ha sentado demasiado bien.
Coñas aparte, centrémonos en lo que en realidad me impactó de todo el proceso judicial. Como comentaba hace unas líneas, todos los acusados se presentan a las ocho de la mañana en la misma sala, no importa cual sea su caso. Tan pronto como dicha sala abre sus puertas, los agentes de seguridad toman posiciones, y un abogado invita a los presentes a tomar asiento. Cuando todos estamos acomodados, el abogado hace una seña y un “regimiento” de policías especiales fuertemente armados entra y forma un pasillo, por el cual desfilan los presuntos criminales peligrosos, ataviados con una especie de pijama naranja butano, y con un ingenioso sistema de cadenas que apresa sus muñecas y tobillos. Éstos lanzan miradas furtivas al resto, algunos con remordimiento en la mirada buscando a sus familiares, otros con un atisbo de locura, crueldad y desafío; una mezcla de “no perder cara” con un enorme desprecio a la sociedad que les ha puesto entre rejas, impasibles ante la idea de que posiblemente sus acciones les vayan a llevar a una sentencia de por vida, o peor aún…
Un juez lee los derechos básicos y reglas comunes a todos los acusados, y al terminar éste, un secretario llama uno por uno a los presentes, indicando en qué sala va a ser su caso desarrollado, así como el orden en el que éstos se van a suceder. Ahora somos nosotros los que nos retiramos, y dejamos a los de naranja atrás.
En la sala de mi colega tan sólo se trataban casos de menor importancia: jovencitos que conducen sin carné, alguno que ha bebido más de la cuenta, otro que ha orinado en la pared de la iglesia, etc. Y por supuesto, los que echan lejía en el embalse para atontar a los peces. Mi colega se declaró culpable, y el juez le puso una multa de… ¡UN DOLAR! Eso sí, con ciento treinta y cuatro dólares más por tasas.
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