Alpargatería
No sabía ni que existía tal clase de comercios hoy en día. "¡Está igual que cuando entré por primera vez en la tienda, cuando tenía seis años!"–clamaba vvgrant. Dentro, tres dependientes con aire de extrema seriedad, tranquilidad y profesionalidad, atienden un máximo de seis clientes por vez, mientras a las puertas, gente variopinta se acumula en una cola perenne, que se crea puntualmente a las cuatro y media, y se desvanece a las ocho de la tarde. Esta tónica se ha repetido sin variación, según los dueños, desde finales del siglo XIX.
En sus escaparates, las tradicionales alpargatas, con talones de varias alturas y diseños varios, se codean con madejas de cuerdas, linos, trenzas y un cuadro al óleo en el que se ilustra la colorida fachada, en Puerta Cerrada, donde se ubica este simpático establecimiento. Dentro, las paredes cubiertas con redes albergan aún si cabe más muestras de calzado, bolsos y carteles anunciando los precios. Tanto los precios, como los carteles, la máquina registradora y el teléfono datan probablemente de la década de los setenta. La escasa luz, cenital y propagada por unos neones de cocina, revelan la pintura desconchándose en el techo. Sin embargo, la clientela poco caso hace a tales detalles. En su mayoría señoronas mayores y jóvenes sudamericanas, comparten conversación mientras esperan pacientemente su turno en el mostrador de madera.
De pronto, las conversaciones paran. La cola entera se vuelve, e incluso algunos de los que están siendo atendidos dentro asoman la cabeza para ver pasar a una anciana quien, haciendo gala de su senectud, nos grita a pleno pulmón:
El que de alpargatas se calza
y de mujeres se hace caso,
no tendrá más que dos pesetas,
y encima andará descalzo.
Nota: El autor de este blog no necesariamente coincide con los puntos de vista expuestos en los refranes u opiniones de terceras personas expuestos en estas páginas.